Manuel Hernández Borbolla
Reportero. Ganador del Premio Alemán de Periodismo Walter Reuter 2014
Sacudida
A nuestros muertos, a nuestros héroes,
a quienes se quedaron con el alma temblorosa
después del terremoto.
En un país socavado entre los escombros
rugió la tierra una noche
entre la arborescencia
y se abrió una luz en el cielo,
un relámpago amarillo y violento,
una bola de fuego
que clamaba el fin de los tiempos:
el suelo crujía
mientras una lluvia de tejas asesinas
caía sobre la gente
y las casas se desplomaban
y la desgracia se regó por el Istmo,
desde Juchitán hasta la selva chiapaneca,
entre grietas con hedor a muerte,
y una tristeza profunda
se apoderó del sur
mientras los verdes loritos de la plaza
volaban inciertos en el aire movedizo
y famélicos cadáveres se arrastraban
entre piedras afiladas por el tiempo
y la bandera despuntaba solitaria
entre cerros de cascajo,
pero los gritos de auxilio
quedaron atrapados
en el viento sordo,
era apenas un eco lejano
que nos iba carcomiendo
el corazón a la distancia
mientras otros preferían simplemente
quedarse callados
o mirar hacia otro lado.
Pero ese toro furibundo
no se había ido,
vino la segunda embestida
y esta vez
retumbó la tierra en su centro,
y se convulsionó la primavera
en medio del otoño
y se desteñía el azul del cielo
y se marchitaron las flores por dentro
y se derrumbaron
antiguos templos de talavera
y los lamentos subterráneos
llegaron por fin
al ombligo de la luna.
“Todo fueron gritos cuando vino el terremoto a romper el mundo con un martillo.
Y se nos vino la muerte encima,
intempestiva y hambrienta,
en la violenta convulsión del cemento
y la sangre turbia por el polvo y la ruina,
la ciudad se convirtió de pronto
en fúnebre humareda
de paredes resquebrajadas
y maremotos lacustres
y gritos, muchos gritos,
alaridos de terror y de asombro
ante la furia incontenible
que brotaba del subsuelo,
el ruido insoportable de la ambulancia,
las ganas de arrancarse el cuerpo
para salir huyendo a sabrá la chingada dónde,
eran momentos de frenética angustia,
el miedo desnudo que se filtraba por los poros,
plegarias sordas para dioses iracundos,
muebles que azotaban contra el piso,
vidrios reventados en lo alto de los edificios
y una asfixia de penumbra
se nos iba adhiriendo a los pulmones,
se cimbraron los cables y los postes,
el suelo se abría, el techo caía de golpe,
eran segundos de apretar los dientes y el alma,
correr despavorido entre escaleras, laberintos,
oscuros corredores con sabor a sepultura,
eran segundos de golpearse la cabeza
y mantenerse despierto para seguir viviendo,
tomar entre los brazos a los hijos y los abuelos,
dando tumbos sobre la loza que caía como metralla,
había que destrabar las puertas y los cerrojos
para salir a la calle
y tratar de encontrar refugio en medio de la hecatombe,
aturdidos por el derrumbe del cuerpo y el mundo,
explosiones, escombros, nubes de arcilla gris,
gente vomitando el terror con los nervios destrozados
sin saber a dónde ir, ni qué hacer, ni qué decir.
“No hay escapatoria de la ira de la tierra.
Había que reaccionar,
salir del marasmo
y hacerle frente a la muerte
que habitaba entre edificios colapsados.
Mares de gente desbordaron las calles
y comenzaron a reconocerse unos a otros
en medio del desastre,
y se quedaron quietos un instante
y se miraron los ojos rojos, aterrados,
y vieron su dolor reflejado en el dolor del otro,
como si para verse y quererse y reencontrarse
la gente primero tuviera que dolerse,
tuviera que caerse,
tuviera que abrazarse.
“Y ocurrió entonces el milagro de la bondad humana.
Se derrumbaron escuelas, fábricas y hospitales,
y nos salió la fuerza de pronto,
se disiparon las dudas
y emergieron las manos, muchas manos,
miles de manos jóvenes removiendo escombros,
levantando afiladas piedras,
arañando con los dientes
monstruosos amasijos de alambre y hormigón,
y se cimbraron los sueños entreabiertos
y se levantaron puños que anunciaban
prolongados silencios de zozobra y esperanza,
era la esperanza resonando
en voces diminutas bajo las rocas,
era el anhelo de encontrar al otro,
al caído, entre los pedazos,
arrancárselo de los brazos al señor del Mictlán
y traerlo de vuelta desde el inframundo.
La gente de a pie
tomó las riendas del rescate
ante la reiterada torpeza del mal gobierno
que sólo busca sacar provecho de la desgracia,
y se formaron brigadas,
se apuntalaron con madera edificios borrachos
y se acarreaba el agua de mano en mano
y los víveres cruzaron montañas
y se regaló la comida
y anhelábamos con el alma
que aquella niñita que nunca existió
siguiera con vida,
y justo en medio de la tragedia
emergieron los héroes:
los topos que escarbaban túneles imposibles
para encender una luz en la oscuridad,
y vimos al hombre exhausto
que se quedó dormido en los vagones del metro
con su casco y su pala,
al generoso ferretero que donó para la causa
todo su inventario de herramientas,
la señora que regaló la poca comida que no tenía,
los superhombres que removían cascajo
sin una pierna o piloteando una silla de ruedas,
los adorables perritos con sus visores y sus botitas
rescatando al amigo humano,
la líder que comandaba cuadrillas de entusiastas
con megáfono en mano y varias noches sin dormir,
los soldados que en su insaciable búsqueda
rompieron en llanto,
los que entonaron himnos solemnes
tras cumplir con su misión,
los magos informáticos que transformaban
algoritmos en ayuda,
los cronistas que componían odas
para cantar las grandes gestas de los nuestros,
los que dejaron el alma en cada piedra,
en cada suspiro lleno de nostalgia,
en cada bocanada de aire sabor esperanza.
Y nos dimos cuenta que México era posible,
y la utopía del amor a los demás
dejó de ser un noble acto de fe
para convertirse en imborrables momentos
de adorable anarquía,
a pesar de los ladrones
o la mezquindad de los políticos chupasangre
o los frívolos comentócratas
que opinaban idioteces sin pudor alguno,
como si todo el dolor
y el cansancio
y los gritos
y la angustia
y la ruina del corazón
fueran poca cosa.
“Dirán que nos siguen doliendo nuestros muertos y tendrán razón.
“Pero en esta lucha terrestre por la supervivencia, los mexicanos dieron una tunda a la muerte en la amarga coincidencia de otro 19 de septiembre.
Porque en este país donde la muerte
lo mismo se viste
de sicario, feminicida o terremoto
no todo fue tristeza,
no todo fue una estampida de sangre,
no todo fueron ataúdes y fosas clandestinas,
también hubo gente dispuesta a darlo todo
a cambio de nada,
hubo manos solidarias,
un llamado a no dejar de soñar.
Porque la vida y la historia
nos han enseñado
que ya vendrán otros terremotos, otros huracanes,
una próxima desgracia
a la cual habrá que hacerle frente
todos juntos,
y aquí seguirán también nuestros héroes,
encarando el odio homicida
que nos ha ensuciado el corazón,
aquí seguirán nuestros hombres y mujeres
haciendo germinar la alegría
como flores despuntando entre el cascajo.
Qué diferente sería todo
si como hoy,
rescatáramos también a nuestros niños
del hambre, la miseria y la soledad,
y se propagaran las risas por doquier.
Fueron necesarias muchas horas,
mucho esfuerzo, mucha sangre, muchos días,
hubo que estar dispuesto a jugarse la vida
a cambio de nada
para que hoy pudieras estar aquí, mexicano,
pues quizá no lo sepas pero estuviste muerto
hasta que tus hermanos salieron a buscarte
para recogerte y levantarte del cementerio,
te resucitaron de entre los muertos, mexicana,
y te trajeran de vuelta con nosotros
para nacer todos juntos en un gran abrazo,
fue la entrega de un pueblo que no dejó de luchar,
un pueblo que nunca perdió ni la fe ni la esperanza.
Hubieras visto los ojos húmedos y encendidos
de la gente
cuando los caídos iban reviviendo
uno a uno,
y nos quedamos
con el corazón desnudo y susceptible,
tan vulnerable,
con la alerta sísmica
resonando en el cuerpo y la almohada,
era el eco de la tragedia,
un acecho permanente tan adherido a la memoria,
presos de la angustia,
resaca de la tormenta
que nos hizo temblar de miedo y emoción,
y nos hizo darnos cuenta
que estamos vivos y despiertos,
listos para grandes hazañas,
las grandes batallas aún por venir.
Será que necesitábamos una sacudida
para abrir los ojos y darnos cuenta
y recordar que el amor a los demás
es también parte de la naturaleza humana,
será que necesitábamos una sacudida
para sacudirnos el amargo yugo de la indiferencia,
darnos fuerza unos a otros,
querernos unos a otros,
resucitarnos unos a otros.
“Es el gran cisma que dejó el sismo tras de sí.
Levántate del agujero, mexicano,
que todavía queda mucho camino por andar,
hay que abolir la injusticia en todas sus formas,
hay que repartir el pan y la tortilla,
hay que reconstruir un país socavado por la inmundicia,
hay que levantar un dolorido país entre las ruinas
con las manos desnudas y el corazón galopante,
hay que seguir andando, ligeros y sonrientes,
para volver a reencontrarnos en la calle
y seguir luchando contra la tiniebla
que se niega a partir,
hay que seguir de frente
caminando rumbo al sol,
porque no hay tristeza que dure para siempre
y del mismo modo,
querido mexicano, querida mexicana,
llegó el momento de hacer germinar
nuestros sueños
tras la fúnebre sacudida,
porque la vida es breve
y queremos seguir viviendo,
seguir riendo,
seguir soñando.
*Este contenido representa la opinión del autor y no necesariamente la de HuffPost México.